El novato

 

 


          ¿Has conseguido un empleo en estos tiempos? ¿Crees en el vudú? Porque si crees, entonces sufrirás imaginando a los miles de personas que deben estar utilizando la magia negra contra ti, aun sin conocerte.

          Tendrás que mantener el empleo, digo yo, haciendo lo que haga falta hacer.

          He aquí mis consejos:

          Al entrar en una empresa hay que conseguir caer bien a todos. Y «todos» quiere decir todos, no vaya a ser que el director de tu departamento esté liado con la mujer de la limpieza y la tome contigo por no saludarla debidamente.

          Para nuestras relaciones necesitamos tener una estrategia compleja, como si fuéramos a organizar el desembarco en Normandía.

          Si nos incorporamos a un nuevo trabajo hemos de saber que lo que hagamos o digamos durante las primeras semanas puede cambiar por completo y para siempre nuestra vida laboral. Las bromas a los calvos, los elogios al Barça, las críticas a la Iglesia o los chistes sobre impotentes pueden costarnos muy caros cuando no sabemos exactamente con quién estamos hablando. Puede hacer de nuestra vida una experiencia agradable, algo meramente llevadero o hasta un infierno preconciliar.

Es una situación difícil. Los primeros días en un empleo siempre son traumáticos y generan mucha tensión, ya que ninguna formación de las impartidas en el tercer planeta del sistema tiene nada que ver con el trabajo que se hace luego. Nosotros somos conscientes de lo que nos jugamos y estamos especialmente sensibilizados sobre lo que los jefes pensarán de nosotros, caso de que lo hagan.

          Quizá por esta razón desatendamos el trato con los colegas, en cuyo caso se nos tachará de pelotas y los compañeros nos odiarán siempre. Nuestro miedo se debe a varias razones: a que desconocemos la empresa, a las dificultades de coger el ritmo de trabajo adecuado y al hecho de que todos nos observan para ver cómo somos personal y profesionalmente y si nos gustan más las rubias, las morenas o los ingenieros de puentes y caminos.

 

Problemas con los que nos enfrentamos

          Puede que los compañeros se muestren hostiles, porque nos vean como posibles rivales, como una amenaza, aunque sea evidente que somos tontos y no les podemos hacer sombra. Si piensan que eres un enchufado, tendrán prevención y tardarán en aceptarte un siglo o dos.

          Otro escollo que hay que salvar es el recuerdo del antecesor en el puesto, que quizá era alguien muy querido, porque les pagaba siempre los cafés, y con quien inevitablemente nos compararán en detrimento nuestro. Además, en toda empresa existen círculos de amistades ya formados, de los que nos quedaremos fuera, ya que ellos habrán hecho juntos algún viaje a Irlanda del que estarán hablando todo el rato durante los siguientes cinco años. Y, si existen facciones y luchas internas, es muy fácil que elijamos precipitadamente el lado equivocado, que es cualquier lado que elijamos, según pensarán los del otro lado.

          Por ello la clave para salir con bien de esto es la información. Hay empresas de detectives que nos pueden ayudar y se recomienda invertir el sueldo íntegro de los primeros tres años en recopilar información sobre la empresa y sus miembros, para tener alguna garantía de éxito en ella. Si conseguimos vencer a la inanición durante esos años, nuestro futuro estará garantizado.

          Además, para mejorar las relaciones hay que preguntar mucho y saber escuchar. La gente es vanidosa y gusta de dar su opinión, adora la sensación de superioridad de saber más que nosotros y ponernos al día. Aprovechemos este rasgo de la personalidad fingiéndonos tontos, si necesitamos fingirlo, y dando pie para que nos cuenten cómo se hacen bien las cosas.

 

Qué se debe hacer

          Hemos de adaptarnos a la nueva cultura corporativa y documentarnos sobre nuestra nueva empresa, como ya hemos dicho. Conviene mostrar gestos inmarcesibles de humildad. Habremos de comportarnos con naturalidad y transmitir una impresión de que somos personas accesibles, dando nuestros teléfonos privados y diciendo que estamos en el baño cuando nos llamen.

          Hablar mucho con superiores y compañeros también ayuda, por lo que debemos conocer y recordar cuanto antes sus nombres, sus puestos en la empresa y sus debilidades procesables.

          No está de más asaltar con cuchillo o porra a nuestro antecesor en una calle oscura para que nos ponga al día de la realidad del puesto. También conviene hablar de lo privado: preguntar a los demás por sus mujeres, niños y madres hospitalizadas, etc.

 

Qué no se debe hacer

          Hemos de evitar parecer hábiles o capaces en nuestro trabajo. Si sospechan que sabemos hacer algo, estamos perdidos. Se trata de transmitir la impresión de que somos en todo inferiores a los demás: sólo así tolerarán nuestra presencia.

          Nunca hay que intentar cambiar ni lo más mínimo lo que se venía haciendo, por malo que fuera, pues las actividades laborales son, por definición, un conglomerado de tradiciones ineficaces.

Historia cómica de la educación

MI LIBRO Nº 373 

https://editorialverbum.es/libro/historia-comica-de-la-educacion/ 


 

Bajo la denominación de «educación» conviven dos procesos muy distintos: el de enseñar y el de aprender, que no son necesariamente complementarios, porque los profesores suelen querer enseñar muchas cosas y los estudiantes suelen querer aprender muy pocas. Desde la Antigüedad, los pensadores más sabios y los sabios más pensadores se han estrujado las meninges intentando desarrollar un sistema medianamente eficaz de transmitir las enseñanzas, pero su éxito ha sido, cuanto menos, dudoso. La relación —humorística— de todos esos sistemas educativos es lo que se satiriza en este libro, junto con unas simpáticas críticas de películas «de maestros», en las que los docentes se encuentran con clases llenas de adolescentes salvajes y —no se sabe cómo— consiguen desasnarlos y domesticarlos. Este es un libro imprescindible para que se rían con él todos aquellos que, en un momento u otro, sufrieron por tener que ir al colegio. 

 

Narciso

 

El protagonista de nuestra coqueta historia es Narciso Lipocondrioproterinopicopópulos (el apellido suele omitirse en los libros para evitar gastos de tinta), nacido de la ninfa Liríope de Tespias, en colaboración con el dios fluvial Cefiso. Era hijo natural, en el sentido de que después de que sus padres hicieron lo que hicieron, era natural que naciera alguien.
          Con ese cotilleo infinito propio de las madres (y aun de las mujeres que no lo son), Liríope marchó junto al vidente Tiresias para preguntarle sobre el porvenir de su hijo, si le sonreiría la Fortuna y si conocería a algún hombre moreno.
          Consignaremos brevemente que el adivino no tenía ni idea del futuro y en sus pronósticos no daba una, —como de seguro sabrá todo aquel que haya leído la Odisea—; pero, ya que había cobrado, se aventuró a adelantarle algo a la acongojada madre y lo que le dijo fue que Narciso «viviría hasta una edad avanzada... mientras nunca se conociera a sí mismo», lo cual era una sibilina manera de guardarse las espaldas por si luego algo salía mal.
          Resuelta a proteger a su bello retoño (porque era bello, todo hay que decirlo), la madre se deshizo de todos los espejos que había en el hogar, para que Narciso no pudiera mirarse en ellos, así como de las tapas de las latas de Cola Cao, que también reflejaban lo suyo.
          Totalmente ignorante de su helénica guapura, Narcisín creció siendo un muchacho introvertido, de los que bajan la mirada y se comen las uñas cuando viene una visita y le pregunta eso de «¿a qué colegio vas, monín?».
          Un día del mes de Thermidor, siendo ya más púber de lo que le convenía para su tranquilidad, Narciso pasó un día, a eso de las once y cuarto, en su automóvil por delante de la cueva donde se encontraba la ninfa Eco, que, como protagonista de este relato merece, ¿qué menos?, unos párrafos aparte, ¿no les parece a ustedes?
          Eco era la sirviente encargada de hacerle el moño a la diosa Hera y solía entretenerla con su amena charla, pues la ninfa era pizpireta, hablaba por los codos y de su boca salían las palabras más bellas jamás imaginadas. La joven era un hacha con los cultismos. En una frase cualquiera igual te metía el término ‘aljófar’, que ‘rosicler’, que ‘ebúrneo’ o cualquier otro repipi gongorismo. El caso es que daba gusto oírla, porque su prosodia era perfecta, sabía proyectar la voz, no rengloneaba al recitar versos ni hacía esas contracciones tan feas como «m’han dicho», «t’has caído», «ven p’acá» y cosas por el estilo.
          Pero Hera no se chupaba su divino dedo y fue atando cabos hasta darse cuenta de que Eco usaba su labia retórica para entretenerla cuando su esposo, Zeus Tonante, se marchaba a hacer de la suyas en busca de aventuras con jovencitas o a raptar a alguna ninfa que otra. Segura de la connivencia de su marido y su doncella y temiendo celosamente que el sinvergüenza de Zeus estuviera obteniendo beneficios de Eco (esto es: beneficiándosela), la castigó con la más terrible de las penas: la dejó muda. Bueno, no muda exactamente; lo que hizo fue quitarle la voz o más bien la iniciativa para hablar. En adelante, Eco sólo podría repetir lo que otros le dijeran, algo que no le sentó ni medio bien, como ustedes se pueden imaginar.
          Volvamos con Narciso.
          Habíamos quedado en que Narciso paseaba su masculino palmito por delante de la cueva donde Eco vivía retirada y dedicada por completo a hacer una colcha de ganchillo para cada uno de sus hermanos (tenía cincuenta y seis, debido a la fructífera colaboración de sus padres, antes mencionada). Pero al ver al ninfo pasar por su puerta (es un decir: la cueva no tenía puerta alguna), sintió un ardor amoroso en su pecho (en los dos, para ser precisos, pues tenerlo en uno solo no habría sido síntoma de amor, sino de otra cosa peor) e intentó decirle allí mismo al efebo cuán intensos y sinceros eran sus repentinos amores, en un «aquí te pillo, aquí te mato» mitológico.
          El diálogo entre ambos no prosperó, porque ella no conseguía hablar por derecho.
          —Bella joven, ¿cómo te llamas? —preguntó Narciso.
          —Llamas —contestó la otra.
          —¿Llamas? Es un nombre muy raro; ardiente y original, pero raro. Y dime: ¿qué puedo hacer para servirte?
          —... irte —fue la respuesta.
          Narciso se sintió muy ofendido.
          —Pues ahora mismo me voy —dijo—. ¡No faltaba más! Ya está anocheciendo y es hora de arrojarse en los brazos de Morfeo.
          —... feo —repuso Eco, sin poder evitarlo.
          —No entiendo por qué que me hablas con tal descoco.
          —... coco.
          —¡Esto es inaudito! ¡Yo no te he ofendido en nada, sino que te he preguntado cortésmente si podía hacer algo por ti y tú, como respuesta, no dejas de insultarme!—. Y añadió líricamente, porque era más cursi que una aspiradora con forro de cretona—: El barco de mi educación, en el arrecife de tu mala educación encalla.
          —... calla.
          —Y no quiero seguir bogando por ese paralelo —concluyó Narciso, rematando su metáfora náutica.
          —... lelo —fue la respuesta de Eco.
          —En fin: no quiero saber nada más de ti, doncella grosera. Tú por tu camino y yo por el mío.
          Y diciendo esto, Narciso se largó de allí, sin detenerse a considerar que una mujer que nos ame sin condiciones y que no hable en absoluto es lo más parecido al ideal, por no hablar de la estupendez física de Eco, que era de medalla de bronce, por lo menos.
          Eco quedó desconsoladísima (¿o es ‘desconsueladísima? Nunca estamos seguros con esta palabreja).
          Su segundo encuentro no fue mucho mejor. Narciso cazaba conejos para la cena y escuchó un ruido entre los arbustos, pues Eco había pisado (a propósito) una ramita seca.
          Pensando que tras los arbustos podía haber alguien respondiendo a la llamada que la Naturaleza hace a veces a sus hijos, pregunto en voz alta: «¿Hay alguien aquí?». Eco, que era la oculta, repuso: «¡Aquí! ¡Aquí!». Y saliendo de las matas, se arrojó en brazos de Narciso, que la rechazó de plano, bien porque siguiera ofendido por la conversación de marras o porque no le pareciera bien un trato íntimo antes de que la ninfa se hubiese limpiado y lavado como es debido tras el acto muy humano pero eróticamente poco incitante del descomer.
          Como último recurso, Eco pidió ayuda a los animalitos del bosque —como si aquello fuera una película de Walt Disney—, que se portaron y transmitieron a Narciso (no sabemos cómo) la volcánica pasión de la otra. El joven, con una crueldad torquemádica, prorrumpió en una carcajada tan estentórea que las columnas de un templete que había por allí se agrietaron con el sonido, por lo que la cúpula se vino abajo y se hizo añicos tesálicos.
          La ninfa, totalmente desolada y escachifollada, se ocultó en una cueva de renta antigua con el firme propósito de no salir de allí ni a recoger una carta certificada. Durante un tiempo, sólo se alimentó de rocas, pero hubo de abandonar esta práctica, porque en la zona abundaba el feldespato, que le producía acidez. Luego inició la dieta hipocalórica (que recomendamos a nuestros lectores fondones), que acabó por hacerla desintegrarse en el aire, con lo que sólo quedó su voz. Eco no aparece ya más en el resto de la historia, así es que ustedes pueden irla olvidando, si quieren.
Es en este punto donde interviene la justicia poética, ese instrumento del Destino mediante el cual, si robas un banco, la policía no te encuentra y no te detiene, pero luego sufres de hemorroides o de cualquier otra enfermedad molesta, como compensación por tus malas acciones pasadas.
          Entra en escena el joven Aminias, que también se enamora de Narciso y le propone irse los dos un fin de semana a un paradisíaco hotel de Punta Cana, a pensión completa con todo incluido. Narciso se burla igualmente de él y le ofrece una espada para que se quite de en medio y deje de atosigar.
          Aminias se pincha el píloro inmisericordemente ante las puertas de la casa de Narciso, pone el porche perdido de sangre y, en medio de sus últimos estertores, reza a la diosa Némesis, que tiene la contrata —y aun el monopolio— de la venganza, para que haga que Narciso padezca también por un amor no correspondido.
          (Hay otra versión del mito, más puritana y tolerada para menores, en la que no es Aminias sino una mujer la que se ve rechazada por el efebo y la que clama venganza.)
          Némesis tiene que cubrir expediente y decide castigar a Narciso de una forma original, para que el mundo la recuerde y hacerse así un huequecito en los libros de mitología. Y no se le ocurre otra cosa que hacer que el pavo se enamore de sí mismo. Pone un pedrusco en su camino y hace que Narciso tropiece en él y caiga de bruces junto a un profundo charco en el que ve reflejada su imagen por primera vez (tenía la cara llena de churretones, por cierto).
          Según otra versión, la diosa de la venganza hijo que ese día la madre de Narciso pusiera bacalao para comer, por lo que el joven sintió mucha sed durante toda la tarde y tuvo que inclinarse sobre el agua de un arroyo para beber un buchito.
          Narciso se pregunta quién es aquel joven tan apetecible que le contempla con cara de estúpido desde dentro del charco (o estanque, como se dijo luego para hacerlo más elegante) y no se reconoce.
          El resto ya se lo pueden ustedes imaginar. Narciso le escribe cartas apasionadas al objeto de sus amores, pero se le mojan todas al intentar entregárselas. Intenta besar los labios del suculento rostro que contempla y no consigue sino que le entre agua en las narices, al tiempo que la dorada faz se deshace en líquidas ondas concéntricas.
          Desesperado por no poder conseguir lo que anhela, Narciso se suicida comiéndose a cucharadas tres botes de polvos de talco. Según otras versiones, se pincha con su espada, se ahoga arrojándose a las aguas o se atraganta adrede con un hueso de ciruela. Da igual: el caso es que se muere (o estira la pata en el Señor, para decirlo de una forma menos pagana).
          No sabemos muy bien por qué ni para qué, pero el caso es que el sitio donde Narciso muere, los dioses hacen surgir una flor que, a decir de los expertos, no solamente es bella sino también comestible.
          A estas horas, Narciso, allá en el Inframundo, continua admirándose, porque la vanidad es algo que no se acaba así como así.
          Sin embargo, se ha convertido en el santo patrón de los metrosexuales, de todos aquellos que se «se cuidan» y de los que tienen por lema «porque yo lo valgo».

Los gondoleros

 La de gondolero es una de las profesiones más feas que se conocen, por más que la mala literatura la haya encumbrado a unos límites de romanticismo rayanos con la ñoñería más exagerada.

          Analizando el asunto con rigor científico y las gafas graduadas de la objetividad, veremos que un gondolero no es ni más ni menos que un barquero como cualquier otro, sólo que con muchos más elementos negativos en su profesión. Por definición, los barqueros son personas que llevan a otros en sus barcas por una módica cantidad, lo que los convierte en profesionales útiles y honrados. Los gondoleros lo hacen a cambio de cantidades exorbitantes, lo que les incluye en el gremio de los salteadores de caminos.

          El localismo los convierte en especiales: sólo se consideran gondoleros los que trabajan en la ciudad de Venecia. Si llevas una góndola en Rotterdam —es un ejemplo— o en cualquier otra ciudad con canales, no te llamarán gondolero, sino algo distinto, probablemente. Si la llevas en Albacete —es otro ejemplo— ya no somos capaces de imaginar lo que te pueden llamar.

          Y como sólo los venecianos (específicamente varones e hijos de gondoleros jubilados) pueden desempeñar este oficio, nos encontramos con que es uno de los más discriminatorios del mundo. Sí, señores: un japonés puede ser profesor de flamenco, un camerunés puede ser Policía Montado del Canadá, pero si no eres de Venecia —aunque seas de Cavallino-Treporti, que es un pueblito que está justo al lado, a un tiro de piedra— no te dejan gondolear. Eso es de un racismo que espanta.

          La góndola, todo hay que decirlo, es una pequeña embarcación sin palos ni cubierta, un bote de remos vulgar y corriente que fue durante siglos el principal medio de transporte de la ciudad, cuando los venecianos aún no habían aprendido a nadar. Desde el siglo xviii hubo en Venecia miles de gondoleros, a cuál más presumido. En la actualidad sólo quedan algunos centenares, dedicados al trasiego de turistas que se hacen fotos con palos de selfie[1].

          El gondolero rema siempre de pie en la popa de la góndola, porque si rema sentado tiene por ley que cobrar una tarifa menor. Se supone que debe saber cantar canciones de amor, para disfrute de sus pasajeros. En la escuela de gondoleros les examinan de esto también. Pero los alumnos saben que todos los años cae la misma pregunta en el examen final: la famosa canción napolitana O sole mio. (El año que pusieron Funiculì funiculà suspendieron todos los de esa promoción).

          El uniforme es preceptivo. Consiste en una camiseta de rayas horizontales, blancas y negras, algo semejante a un disfraz de cebra. El atuendo se complementa con un sombrero de paja de ala ancha con una cinta negra, como si el barquero llevara luto por los pasajeros ahogados. Tanto el sombrero como la camiseta son propiedad del Ayuntamiento y, si te despiden de tu empleo de gondolero, tienes que devolverlos para que los usen otros. Igual sucede cuando te vas de vacaciones o coges una baja por enfermedad. Como estas camisetas tienen talla única, se espera de estos señores que sean más bien delgados y sólo aprueba el examen de gondolero el que tiene un perímetro torácico de reducidas dimensiones y cabe en la susodicha camiseta. Se aduce que los gondoleros obesos reducirían el romanticismo del paseo, pero la razón para no contratarlos es muy otra.

          Estos señores son, además, cucos, y se han inventado una falsa tradición que redunda doblemente en su beneficio. La cosa es como sigue. Convencen a las parejas de enamorados que se suben en sus barcas de que si se besan cada vez que pasan por debajo de un puente, su amor será eterno. En los canales hay, claro está, muchísimos puentes, así es que las parejas se besan una y otra vez, hasta que se excitan sobremanera y se despierta en ellas el deseo de irse corriendo al hotel a consumar cosas. Entonces se bajan a mitad de trayecto (con lo que el gondolero tiene que remar menos a cambio de una tarifa que ya ha cobrado por adelantado). No sólo esto, sino que el propio contento provocado por la expectativa del placentero coito pone a los turistas de muy buen humor, por lo que le dejan al gondolero una propina principesca.

 



[1] Hay turistas peores aún, que no se montan en góndolas, sino en unas embarcaciones a motor, llamadas motoscafos, muy horteras pero bastante más baratas.

 

Akenatón

 

 


Hubo una vez un faraón caprichoso que, como suele decirse vulgarmente, la lio parda. A los egipcios les gustaba tener muchos dioses, para que se repartieran el trabajo de protegerles, pero el faraón Amenophis IV decidió jubilar a todas las deidades menos a una e implantar el culto monoteísta (que no consistía en adorar a un mono, como creen algunos, sino en adorar a un solo dios). Se armó una gran trapatiesta religiosa, porque unos estaban de acuerdo con esta decisión de que solo existiese el dios Amón (el sol) y otros, no. Se pelearon un tiempo, pero a Amón nadie le preguntó qué opinaba él al respecto. El faraón obligó a sus súbditos a obedecer pero, cuando se murió, los súbditos volvieron a poner todo como estaba. Pero veámoslo detenidamente.

 

Amenophis y su reinado

Por qué quiso Amenophis complicarse la vida y complicársela a sus súbditos es uno de esos misterios de ese maravilloso país donde hace mucho sol y donde, sin embargo, anochece a diario. Mil cosas hay aún que de él ignoramos. Para desvelar sus enigmas harían falta no uno, sino muchos champolliones. Como todos ustedes sabes y, si no lo saben, hacen mal en no saberlo, Champollion fue un egiptólogo francés (¿o era ruso?), muy amigo del polvo y de la basura que, a fuerza de buscar por los sitios más cochambrosos, acabó por encontrar una tumba egipcia llena de tesoros. Pero los descubridores de los secretos ignotos del pasado no surgen a placer, así es que hoy en día seguimos sin tener ni idea de por qué Amenophis hizo lo que hizo.

Este buen señor era faraón egipcio de la XVIII dinastía de Egipto, según se entra.

Su vida fue ya un jeroglífico en sí. Era hijo de Amenoteph III y se casó con su hermanastra, Nefertiti. Ambos tuvieron varios hijos (Tutankamón, Anjesepaatón, Neferneferuatón, Setepenra, Neferneferura, Meritatón, Meketatón, Anjesenpaatyón y otros más), de los que nunca consiguieron aprenderse los nombres y a los que conocían y llamaban por el número de orden.

Amenophis emprendió diecisiete campañas militares contra el imperio mitani, con la dificultad que ello conllevaba, ya que nadie sabía muy bien quiénes eres los mitanis ni dónde tenían el imperio. Pero en la antigüedad tales cosas eran posibles. Esta política imperialista de expansión hizo que la hegemonía de Egipto fuera reconocida en todas las naciones civilizadas, desde Babilonia hasta el Egeo, pasando por Euskalerría, que ya entonces era una gran nación diferente de todas las demás y muy superior a ellas, si hemos de creer a sus libros de texto.

Los logros políticos y sociales de Amenophis fueron importantes. Fue el primer faraón que se atrevió a llevar la falda por encima de la rodilla, en contra de la voluntad de los dioses y de los sacerdotes. Se le atribuye, además, la invención de la letra de cambio, aunque se rumorea que le copió la idea a un tipo que había venido de Mesopotamia. El faraón alegó que su escriba se había confundido al transcribir cosas.

Hizo construir muchas fuentes en muchas plazas públicas y dejó instrucciones a sus herederos para que ellos, a su muerte, pusieran el agua.

Dictó una famosa ley contra vagos y maleantes, así como una divertida ley que limitaba el contenido de los jeroglíficos que se podían tallar en las paredes de los sitios. Un contemporáneo suyo implantó años más tarde esas leyes en donde pudo y se hizo famoso por ello.

Bajo su férula Egipto prosperó y el Padre Nilo no ahogó a casi nadie.

Amenophis quiso experimentar con las nuevas tecnologías y mandó que le construyeran su pirámide mortuoria no de piedra, sino de un material desconocido y no probado hasta entonces. La pirámide se desintegró y no tenemos por ello restos de tan gran monarca.

Sólo nos han llegado de él tres recuerdos: su cara en un bajorrelieve, donde se aprecia claramente que tenía el tabique nasal desviado, la información de que le gustaban a rabiar las habas fritas y un verso sobre él, destinado a cantarse con acompañamiento de cítara y caramillo.

 

La «ocurrencia» de Amenophis

La cosa fue tan sencilla como el hecho de que dios el Atón (que pese a que junto con los olvidados Shu y Tefnut formaba la tríada creadora, no era más que un dios secundario) le cayó a Amenophis más simpático que Amón, que era el que hacía furor entre el populacho. Y por el aquel de imponer su criterio —ya que era el faraón y debía mantener su autoridad si no quería que las gentes le tomaran por el pito del sereno— prohibió el culto a todos los demás dioses. Abandonó su nombre (que siempre le había parecido un tanto cursi) e hizo que le llamaran ya en adelante Akenatón, que significa algo relacionado con Atón.

Se dan otras razones para este cambio religioso.

Los historiadores más crédulos aseguran que el faraón contó en confianza a una tía suya muy querida que el mismísimo dios Atón se le apareció una noche en sueños, amenazándole con su ira divina si no le daba un poco de protagonismo. Otros especialistas más escépticos aseguran que el dios no se le apareció en absoluto, sino que el faraón soñó todo aquello como consecuencia de haberse comido la noche antes una ensalada de pimientos.

La crítica marxista afirma que todo se debió a que los sacerdotes del culto a Amón obtenían en donativos más dinero y regalos que los de otros dioses y que Amenophis se propuso promocionar a su dios particular para privarles de estos privilegios para que no se le subieran a la chepa más de lo que ya lo hacían. Según esta interpretación, la instauración de la nueva religión se debió a motivos tanto espirituales como políticos, como suele suceder.

 

El atonismo

Atón se representaba como un gran disco solar, de color amarillito, como el que pintan los niños en el colegio cuando son pequeños. Del sol salían unas manos para recoger las ofrendas de los devotos, porque los tiempos estaban mal y no era cosa de ir desperdiciando donativos. No se han conservado imágenes antropomórficas del dios, aunque sí alguna zoomórfica (concretamente un pato del Nilo, con el refulgente sol grabado en su pico).

No sólo se construyó en Karnak en honor al dios un templo tan descomunal que te salía barba si te empeñabas en darle la vuelta, sino que se construyó toda una ciudad, una capital político-religiosa con teatros, casinos y hasta paseo marítimo, por si en algún momento llovía mucho. Esta urbe recibió el nombre de Akhetatón (la actual Amarna). En ella había templos con grandes patios, ya que el culto al sol debía hacerse al aire libre, porque en los interiores no se le veía. (Los eruditos no supieron explicar por qué decayó en un momento concreto el culto a Atón; lo diremos aquí: la mayor parte de sus fieles devotos murió de insolación.)

El faraón se erigió en cabeza de aquella iglesia monoteísta, algo así como la reina de Inglaterra, pero sin sombrero. Obligó a los sacerdotes amonianos a aceptar la jubilación forzosa, suprimiendo así de un día para otro la casta sacerdotal.

Pero como dijo Heráclito (que, por cierto, aún no había nacido para aquel entonces), «todo fluye, nada permanece». Las cosas cambiaron rápidamente, pues a la muerte de Akenatón el pueblo no tardó ni medio minuto en volver a adorar a los dioses de siempre.

La moraleja que se extrae de este episodio y del olvido en que cayó el atonismo es clara, contundente y políticamente desalentadora: ya puedes intentar llevar a cabo todos los cambios que se te ocurran, acertados o no, que siempre habrá un montón de gente dispuesta a ponerte la zancadilla y a hacer que las cosas se queden como estaban.


Contra Miró

 

Hay artistas cuya vida y obra merece ser descrita en cien mil pinceladas. Para otras, como ésta, bastan dos brochazos.
          Quizá yo tenga atrofiada la glándula manchacea, que es la que permite apreciar el arte abstracto. Pero puedo asegurarles que el trozo de mi lóbulo cerebral que detecta las estafas está en perfecto funcionamiento.
          Según información privilegiada de la que dispongo, Miró paseaba por su inmenso estudio —donde había dispuesta una veintena de lienzos en blanco— con un bote de pintura de cinco kilos en la mano. Iba poniendo sus famosos puntos, estrellas, ganchitos, medias lunas de ese color en cada lienzo. Al acabar la ronda, cogía otro color y daba otra vuelta haciendo lo mismo. Rojo, amarillo, negro y azul. Tras cuatro pasadas (media hora de trabajo y footing combinados) tenía veinte lienzos acabados e inmediatamente vendibles.
          A los precios que todos sabemos.
          Todo esto no despierta sino envidia en cualquier individuo normal, que siente no haber sido él el inventor del timo perfecto.
          Además, el ejercicio de los paseos le mantuvo tan sano que vivió hasta los noventa años como si tal cosa.
          Parece ser que Picasso, en 1928, al contemplar una exposición vanguardista de su amigo Miró, le confesó: «Esto va más lejos que yo. Tú eres el hombre que da un paso adelante.» En efecto: ya hemos visto para qué usaba Miró los pasos y cómo y por qué se convirtió en pintor andante.
          Cursó parte de sus estudios en la Escuela de Comercio, donde no tuvieron reparo en suspenderle y echarle. De la Escuela de Artes y Oficios de la Lonja también le botaron. Se inscribió en la Academia Galí, donde «sufría en las clases de dibujo, dada su escasa destreza».
          No me pondré pesado recalcando la inmoralidad de que alguien se gane la vida haciendo algo que no sabe hacer (dibujante que no dibuja) porque, por desgracia, es algo muy común. Pero sí incidiré en que, en lugar de aprender a dibujar, optó por pasarse a los circulitos y estrellitas, y dedicó lo mejor de su cerebro no a crear sino a vender lo «creado». Y en eso sí merece nuestra admiración, porque consiguió que toda la burguesía catalana pagara por las narices por cualquier mancha salida de su brocha.
          En cuanto a su calidad humana contaré que, como tuvo que soportar burlas a sus cuadros en Barcelona, en una exposición que hizo en 1918, mantuvo su rencor y, después de lograr el éxito, tardó cincuenta años en volver a exponer en su ciudad natal.
          (A mí es que me gusta el Tiziano.)

Thales de Mileto

 

Uno de los siete sabios

de Grecia — el más moreno

de todos (y un poco calvo)

fue don Thales de Mileto,

un filósofo simpático

que dijo que el elemento

vital del mundo era el agua,

porque el humano está lleno

de agua y asimismo, el mar.

Pero no es su pensamiento

lo que voy a describir,

sino su profundo ingenio,

pues de él se cuenta una anécdota

que hace que le ovacionemos.

 

La referiré. El buen Thales

ganaba poco dinero,

pues precisaba lo mínimo

para tener su sustento

y con un trozo de pan

y una patata o un berro

por alimento pasaba

la semana y tan contento.

Pero como hay gente mala,

un buen día, un puñetero

se mofó del pensador,

le ofendió mucho, diciendo

que era solo un muerto de hambre

porque no cobraba un sueldo,

porque carecía de nómina

o job a tiempo completo.

 

Nuestro Thales se picó

a causa del vituperio

y decidió mostrar la

fuerza del conocimiento,

el valor de la cultura

y la virtud del ingenio.

Quiso hacerse millonario

para que aquellos paletos

que se burlaban de él

por tener pocos ingresos

vieran que es mejor ser sabio

que rico y analfabeto.

 

Consultó las nubes, vio

cómo iba a cambiar el tiempo

y así dedujo que aquel

sería un año muy perfecto

para aceitunas, que habría

gran abundancia. Fue presto

a retirar sus ahorros

del Banco Griego de Crédito

y arrendó por unos meses

esos molinos de viento

que prensaban aceitunas

(con su rabito y su hueso)

para sacar ese aceite

con el que se fríen los huevos.

 

Thales tuvo el monopolio

molinil; y en el momento

en que todo el mundo quiso

usarlos, él subió el precio

de la molienda y ganó

dinero a espuertas. El necio

que le había criticado

se llevó un chasco tremendo.

 

Y tras demostrar cuán útil

es emplear el cerebro,

Thales dejó los negocios

y volvió a vivir austero.

¡Eso es ser sabio, señores!

Todo lo demás es cuento.